Dormía con un pequeño cofre de madera, con terminaciones de acero corroído, bajo mi cama. Este había pertenecido a mi abuelo paterno que murió mientras era yo muy pequeño. Me habían contado que él me regaló este cofre para que guardara mis posesiones más preciadas; de la misma manera en que él lo había hecho durante toda su vida.
Me recuerdo guardando en él todas las noches, antes de dormir, mis más valiosas reliquias. Mis autos y soldados de plástico, con los que jugaba todo el día. Alguna roca curiosa encontrada en el trayecto entre la escuela y mi casa; algún dibujo del cual estuviera orgulloso. Pensaba en mi abuelo mientras guardaba esas piezas durante la noche y al sacarlas por la mañana. Así, día tras día, siguiendo una especie de ritual.
Tiempo después comenzaron los sueños. Él y yo visitábamos la playa y el muelle; paseando y corriendo sobre la arena. Me compraba unos pochoclos de un pequeño carro ambulante. Yo siempre pedía unos bañados con jarabe color rojo sabor frutilla. Después caminábamos charlando y riendo mientras comíamos.
El final de esos sueños era siempre el mismo. Mi abuelo desapareciendo de mi lado. Quedando solo yo en la escena, como si él nunca hubiera estado ahí. En un momento, creerlo a mi lado caminando junto a mí; en el siguiente, mirar y notar su ausencia. Darme cuenta que ya no estaba a mi lado me desesperaba. La playa, hasta hacía un momento calma entre el arrullo de las olas y la tibia brisa, era luego el escenario de una tormenta por llegar. Cuando el viento se esfuerza y enfría, el cielo oscurece y las olas rompen con furia.
Yo comenzaba a correr asustado por los truenos, la fuerza del viento y el mar embravecido. Veía a lo lejos el muelle y corría hacia ahí para protegerme pero el vendaval me arrastraba hacia al mar enfurecido. El horror se apoderaba de mí y despertaba de golpe, empapado en sudor y gritando. Ni en sueños podía tener de él su presencia. Al despertar gritaba llamándolo; pero él ya no estaba ahí y el sueño ya había terminado.
Mis padres venían a mi habitación y yo les contaba, una vez más, que había soñado con él. Ellos se miraban tristes, ya conocían mi relato: era siempre el mismo. Se preguntaban el porqué del mismo sueño todas las noches, no teniendo respuesta. Desde que el cofre había llegado a mis manos, no había parado de preguntar sobre mi abuelo. La curiosidad me consumía, debía averiguarlo todo al respecto. Mi papá me contó que su padre había guardado en el cofre algunos recuerdos de su juventud sin saber explicarme cuáles. Yo me obsesionaba cada día más y más preguntándome qué habría guardado él ahí dentro.
Lo imaginaba guardando medallas ganadas en tierras lejanas; quizás algún pequeño catalejo de cuando fue marino; o tal vez sus antiparras sucias, luego de volar con su avioneta sobre el océano. Cuando llevaba estas historias a mi papá él me contaba que su padre nació en una isla rodeada por un gran río y trabajó en las plantaciones de manzanas de esa misma isla donde junto a mi abuela crió tres hijos varones. Cuando se quedó sin trabajo en la isla se mudaron a esta ciudad donde trabajó hasta morir enfermo. No había sido ni soldado, ni marino, ni aviador, mis heroicas historias sobre él se esfumaban y yo me marchaba desilusionado.
Mis padres no tardaron en culpar al viejo cofre de madera por causar mi obsesión y mis sueños recurrentes. Un día, al llegar de la escuela, fui a buscarlo debajo de mi cama, pero el cofre ya no estaba ahí. En su lugar encontré una caja de zapatos con mis cosas. Corrí hacia mi mamá y le pregunté con voz entrecortada:
—¿Dónde está el cofre de mi abuelo?
Ella se agachó y mientras me secaba las lágrimas con un pañuelo me habló. Dijo que el cofre estaba viejo y arruinado, por eso mi papá lo había tomado y tirado. Que era mejor así, esa cosa me podía hacer daño, era mejor deshacerse de eso.
Apenas terminó de decir esto, recuerdo mirarla con furia y decirle:
—Es lo único que tengo de él y me lo sacan. ¡No pueden hacerme eso!
Salí corriendo furioso de la casa. Corrí largo rato sin descanso, sin saber dónde ir. Seguí alejándome caminando por las calles de mi barrio, sin deseo o voluntad de volver a casa. Comenzó a oscurecer, miré a mi alrededor y me di cuenta de que me encontraba a la vuelta de la casa de mi abuela. Apenas pensé en ella tuve ganas de verla. Recordé todas las tardes pasadas en su casa, corriendo por el parque con los perros entre los gnomos de cerámica, las galletitas y el café con leche en la mesa de la cocina, los cubos de azúcar en la mesita de la sala. Quizás ella supiera algo del cofre, yo estaba decidido a recuperarlo y además estaba hambriento.
Corrí a su puerta y toqué el timbre, escuché las campanas sonar adentro y luego sus pasos acercándose a la puerta. Abrió, al mirarme me mostró su sonrisa y me abrazó. Después de llegar a su casa y de abrazarla me sentí más tranquilo. Me hizo pasar a la cocina y me preguntó si quería tomar la leche con galletitas. Yo asentí sin pronunciar palabra.
—¿Qué te anda pasando? Tenés una cara de espanto, como si hubieras visto un fantasma. Llegás y no me decís una palabra, ¿Acaso te comió la lengua el gato?
—Abuela, mamá y papá me quitaron el cofre que me regaló el abuelo. No pueden hacer eso, es muy injusto, él me lo regaló a mí.
—Quizás ellos tienen una buena razón para sacarte el cofre. Me contaron que estás teniendo unos sueños horribles y creen que te vendría bien descansar más y alejarte un poco de esa cosa.
Parada junto a la cocina mientras la leche se calentaba, miró un rato el suelo como buscando algo perdido y con expresión de lamento. Luego la leche hirvió y zumbó anunciando que estaba lista para servirse, ella no reaccionó y esta se rebalsó. Al rato actuó como volviendo de otro momento en el tiempo, limpió la leche derramada y preparó todo. Trajo mi taza junto con una gran lata llena de galletitas para que yo elija. Se sentó a mi lado, me acarició la cabeza mientras yo tomaba la merienda y me habló.
—Él ya no está con nosotros. Ya no puede jugar con vos, ni acariciarte el pelo. Por eso yo lo hago por mí y por él. Tu abuelo te quería con todo su corazón, nunca lo dudes. No te podrías imaginar lo feliz que lo hacías. Deberíamos haber vivido muchos años más, juntos y felices, pero él se enfermó.
La miré, tenía los ojos vidriosos y la mirada triste. Se los secó enseguida, intentando que yo no la viera y me mostró una sonrisa forzada.
—En cuanto al cofre, tu papá vino ayer preocupado, él cree que estás obsesionado y que el cofre es lo que está causando todo esto.
—¿Dónde está el cofre?
—Todo a su tiempo. Decime ¿qué es lo querés saber de tu abuelo? Yo te voy a contar todo lo que quieras. Pero tenés que entender algo muy importante: a tu papá se le murió “su papá” y todavía está muy triste como para poder hablar sobre eso. Además, a los padres siempre les cuesta mucho hablar de ciertas cosas. Para eso estamos las abuelas, para explicar cosas que los padres a veces no saben cómo. Dale, ahora preguntame lo que quieras.
—¿Cómo era el abuelo y qué le gustaba hacer?
—Tu abuelo fue una gran persona. Siempre parecía callado y reservado, pero con sus nietos jugaba como un chico más. Le encantaba jugar con vos cuando venías a visitarnos. Siempre te llevaba a la playa, caminaban y comían pochoclo juntos.
—Abuela, en mis sueños yo estoy comiendo pochoclo en la playa con el abuelo.
—No me extraña porque siempre hacían eso. Lo que ves en tus sueños lo viviste en realidad junto a tu abuelo. Me parece que ese cofre, con el tiempo, te trajo recuerdos de momentos que ya habías olvidado.
Cuando terminó de hablar me quedé pensando un rato, sintiendo como si algo dentro de mí que antes estaba roto se componía en ese momento, la miré y ella me sonrió. Después de terminar la leche me llevó a mi casa. Ambos caminamos por las calles de granza del barrio escuchando a los grillos. El sol ya se había marchado y en su lugar la luna nos acompañaba.